Las buenas intenciones: 09/03

18.9.03

urbanita

Vivo en una ciudad y tengo perro, -a, para ser exactos. Son condiciones suficientes (pero no necesarias) para convertir al más paciente de los mortales en una despiadada arma de aniquilar convecinos. Me explico...

Tengo perro (-a, para ser exactos) en un piso, y me han indicado amablemente que ésta suba y baje a y de la vivienda en el montacargas, porque a algún vecino le puede molestar verme salir del ascensor de las personas pagantes con la criatura, que dicho sea de paso, es una bendita. Cada vez que me cruzo con un vecino en el portal, se abstiene de saludar y mira a la pobre animaleja como si fuera una bestia rabiosa.

Como tengo perro (a estas alturas espero que se sepan ya la coletilla), me he parado a pensar muchas veces sobre la suciedad en las ciudades, y he llegado a la conclusión de que por mucha pasta que se deje el Exmo. Ayto. de turno, poder caminar por las calles es cosa de todos, y paseo con una buena provisión de bolsas modelo pipi-can, y las empleo -no sin asco, oiga- para evitar lo que se ve todos los dí­as, al menos lo mío. Aún así­, aunque te vean con el espinazo doblado en el sumiso y ciudadano acto de la recogida, siempre hay alguien, habitualmente mayor de sesenta, que murmura cosas nada agradables sobre el perro (-a, ya saben). Aquí siempre me falla el Ánimo y no le cuento lo que se me pasa por la cabeza, no vaya a ser que encima acabe en la cárcel.

Consecuencia del animalito, planeo por dónde camino. Por ejemplo, olvídate de los parques, porque toooooodo el mundo dice que los perros los destrozan (lo de los niños y el botellón es sólo un rumor, entonces...qué mal me informo). Por supuesto, los lugares de reunión de niños y sus alrededores están prohibidísimos. Entiendo que no retocen en el mismo terrizo (y si se me contagia la pobre de algo?), los evitaríamos de todas formas; lo peor es toparte con una familia, habitualmente de domingo. Claro, los niñoos se acercan (para pavor nuestro) y la madre, que es de esas que compran leche enriquecida con isoflavonas, yogures con más calcio, zumos con más naranja, congelados más sanos y pizzas más cómodas para que no le jodan los nenes la película del jueves, la partida del viernes y la cena fuera del sábado, la madre, digo, sale a recoger la recua de retoñoos con el gesto torcido y me mira como si estuviera paseando una pitón que se quisiera comer a los dos o tres churumbeles (con ellos no me meto, pobrecitos, lo que les ha tocado vivir). No vaya a ser que se contagien.

De entrar en comercios ni les hablo. No se me ocurriría entrar en mercados ni otros locales donde se vendan alimentos, porque yo tampoco quiero manzanas llenas de babas caninas, ni tampoco entrar en un sitio sin preguntar, ya que voy con compañía. Además me aseguro de que se está quietecita y no huela, no pise, no moleste, en una palabra. (para entrar con niños nadie pregunta, curioso...)

Con todo y esto, seguirá viviendo en una ciudad y teniendo perra, aunque no pueda ir en el transporte público con ella, aunque no pueda entrar en muchos lugares (pienso en las grandes superficies, inevitables, en las que siempre te pasas más de diez minutos...y la pobre atada en una farola? me niego, aunque me miren mal si corremos un poquito para estirar las patas, aunque tenga que aguantar la peste a puro del montacargas...la compañí­a canina es mejor que ese resto al que renuncio.

un cuento

Hace un mes que empezó mi nueva vida. Llevaba casi un año dándole vueltas a la idea, desde que vi el anuncio en el holograma publicitario que flota frente a mi puerta. También había tenido noticia de algún conocido que se había sometido a la operación y siempre me había parecido ir demasiado lejos en nuestro nuevo concepto evolutivo, no obstante, cualquier operación de la nueva generación que implique hurgar en los sesos de la gente me horrorizaba. Entendía la química, al fin y al cabo, o el cuerpo la depura con el tiempo o se contrarresta con otra sustancia, pero una operación, irreversible...

Pese a mis reservas, algo hizo que cambiara de opinión, y fue lo que me contó un compañero de trabajo. Acabábamos de bajar del transporte cuando me preguntó si me encontraba bien. Puede sonar raro, pero hacía años que no me preguntaban algo así. Habiendo desterrado todo rastro de paternalismo en las relaciones laborales, en las escuelas...me sorprendió que alguien que no estaba en mi lista de amigos pública (que, por cierto, es muy útil cuando no quieres cargar con tantos datos que te sobrecarguen, quién, dónde, direcciones, teléfonos, horarios...se publica en un archivo de fácil acceso y punto), decía, que me sorprendió que alguien a quien apenas conocía me preguntase si me encontraba bien. No supe qué contestar, dije que me iba todo bien por cortesía, es lo que se enseña ahora, se está bien, y pensar más allá es una pérdida de tiempo. Lo cierto es que la pregunta volvió a mí en el siguiente rato libre que tuve, y el otro, y el otro. Es cierto que, como ya se preconizaba en el siglo XX la humanidad había llegado a un glorioso punto de control de sí misma: una economía unificada, un sistema que comprendía que formaba parte de él que hubiera desigualdades, y por lo tanto se ocultaban en la apariencia. Todos tenemos la misma pinta, no hay ya símbolos externos, pero inevitablemente sigue habiendo clases. Las religiones también habían sido oficialmente abolidas (aunque quedaba algún grupo de rebeldes que seguían manteniendo ciertas prácticas, que no suponía riesgo alguno, surgían y se extinguían solos). Es cierto que es una sociedad mucho más dirigida que hace años, lo he podido comprobar en el archivo general, donde quedan graciosas, descoloridas y obsoletas fotografías, películas...que se muestran para ratificar lo bien que nos ha ido de un tiempo a esta parte. El último grito en refinamiento había sido el desarrollo de técnicas quirúrgicas que mediante una simplísima operación, permitían anular zonas enteras del cerebro. Por ejemplo, ¿alcoholismo? (sí, quedaban algunos individuos así aún), se anula esa pequeña parte de materia gris que está dañada e induce al consumo excesivo. Obesidad? Se permite a los individuos no volver a sentir hambre ¿Angustia? Se elimina el deseo.

Era cierto que llevaba una vida algo gris, mejor dicho, descolorida. Quiero decir que llevo una vida muy sana, nadie diría jamás que soy un bicho raro ni nada por el estilo. Un trabajo agradable, con jornada de tres horas (me costó que me asignaran turno doble, pero al fin lo conseguí, prefería llenar mi tiempo con algo más de tiempo útil), un ocio bien programado que nunca cae en la rutina, vida social con todo lujo de detalles, hasta cuento bien los chistes. Ahora bien, había en mí una inquietud que me hacía perder el hilo de lo que leía, buscar algún archivo una y otra vez en las unidades donde guardo recuerdos de infancia y juventud, mirar disimuladamente a alguien en el transporte matutino, y eso era el deseo de compartir algo, quizá de saber si realmente tenía algo que mereciera la pena. Algunos de mis compañeros se habían emparejado de por vida (completamente innecesario hoy en día, la muerte en vida para algunos) y, sorprendentemente no les iba mal. Oí por los pasillos alguna vez la palabra “enamorado” entre cuchicheos, resultando que el tipo en cuestión era un verdadero ganador, así que esperaba que me podría tocar algo así algún día, pero no llegaba. Empecé a perder la paciencia y a desesperarme, a encerrarme en casa en vez de acudir al club de ocio, a ser descortés si alguien con cara de felicidad me dirigía la palabra (traidores, todos unos traidores....). no crean que no lo intenté, es decir, no me senté en el prado de la primera estación de descanso que encontré a esperar...repasé mi lista de contactos y comprobé, por duplicado, que mi media naranja, si es que eso existe (que no, que es falso) no se encontraba en ella. Es más, hasta fue un suplicio tener que volver a ver algunas caras. Tan bellas pero tan aburridas. Como se puede imaginar, cuando quise contestar a aquella pregunta impertinente, me dije que no podía controlar mi deseo, porque además noté un mayor interés en conseguir logros personales (un pecado gravísimo, por emplear una terminología obsoleta).

Todo esto me hizo acudir a la consulta que se anunciaba tanto en los paneles del transporte público. Tras rellenar un cuestionario simple y ver algunas simulaciones contando cómo sería la operación y qué sentiría (o mejor, que no sentiría), pasé a ver al cirujano. En la consulta me volvió a explicar la operación: anestesia total, un agujerillo en el cráneo en una zona muy concreta, tres incisiones, succión del trozo extirpado, repoblación neuronal con células preprogramadas, que mueren a los pocos días, pero que ayudan a no perder el control sobre otras acciones secundarias, reposición de tejido óseo, epidérmico y folículos pilosos, y listo. Ni siquiera tendría cicatriz. Quedamos para la semana siguiente, debía llegar de mañana y en ayunas, y volvería a casa pasada la anestesia, unas pocas horas después. La inquietud, la pulsión, habrían desaparecido, y mi vida sería tranquila y plácida como nunca.

Recuerdo que lo primero que vi fue a una enfermera, que avisó con un gesto al cirujano. Éste me informó que todo había salido bien y me resumió el dossier que me habían entregado con instrucciones para que la recuperación fuera rápida y eficaz. A partir de ese día no sentiría deseo acuciante por nada, pero no sería indiferente ( si siguiera habiendo budistas en el mundo, ninguno tendría razón para pasar hambre y horas interminables meditando), es decir, conservaría mis gustos y capacidad de juicio, algo muy útil para ser alguien en los círculos sociales. Por otro lado, había deseos que no se pueden eliminar porque según me dijo mi Caronte particular, su origen se encontraba mucho más profundo, en la parte reptil de nuestro cerebro, y tocar ahí era muy delicado. Se estaban haciendo pruebas con delincuentes irrecuperables para la sociedad, pero sin éxito por el momento: si la incisión no era perfecta, se dañan otra áreas vitales como la percepción del hambre, la sed, el instinto de conservación... así que estos individuos pronto morían por inanición o falta de líquidos, o simplemente, porque no existe en ellos una chispa que les impulse a ser mejores... Ante los episodios –cada vez más esporádicos, eso sí- que tuviera, debía dejarme llevar, no imponerme a ellos. Al fin y al cabo, serían un pálido reflejo de mi vida anterior. Me advirtieron también que aún tenía mis recuerdos, y que ellos también me lo harían pasar mal a ratos. El consejo fue que los contemplara como lo que son, un archivo de otros tiempos, una gota de pasado en el mar de futuro que me espera. Y me recreara en ellos como quien contempla una obra de arte, desde una perspectiva lejana. Me prescribieron unos medicamentos y una cita pasado un mes y me dejaron purgar mi anestesia en un cuarto a oscuras. Recuerdo que soñé , pero ya no buscaba algo desconocido y lejano como había hecho tantas otras veces antes. Ahora flotaba, veía paisajes, reconocía lugares familiares. Hace un mes que empezó mi nueva vida...

esta siempre será mi casa

Recuerdo la casa de Rosa-Luxemburg Strasse como si de ella hubiera salido esta mañana a coger la línea U2. La puerta con la señal triangular amarilla y negra y una enorma cucaracha en el medio. Cucaracha en alemán se dice Kakerlake, otra muestra de que este idioma no es lo que parece. Recuerdo la sensación cálida al entrar en oposición al tétrico portal y las escaleras que olían a chamuscado. Quizá era por el suelo de madera y la luz difusa...la tabla del tercer paso cruje, así que aprendí a pisar despacio, a entrar en casa con calma. La postal con la foto en blanco y negro de un niño sobre la mirilla de la puerta y la profecía de galleta de la suerte pegada con cinta adhesiva a la salida de los ojos, según se sale: ”All your sorrows will dissapear”. Fue cierto desde que entré allí.

El baúl, el espejo frente al que me hice fotos; ojalá haya capturado mi imagen para que un trozo de mí se quede allí para siempre, aunque sólo sea un reflejo.

El salón con el piano y la estantería sujeta por los mismos libros que contiene, alguno de los cuales había leído, la mayoría no...¡qué rabia tener tantos cerca y no poderlos leer! Cuantas veces me pregunté quien sería su dueño, al que sólo conocía vagamente por correo electrónico. Tantos de esos libros que estaban dedicados...imaginaba que debía quererle mucho la gente. El sofá: una cama bajita, tres o cuatro cojines, una colcha. La casa de alguien que desea que le visiten. El piano que tanto me entretuvo...¡fue una sorpresa tan agradable aun sin saber tocarlo! Las extrañas postales colgadas por toda la casa (Aufhängen!)...los discos colgados en perchas como camisas recién planchadas, una vez más discos también queridos, las plantas, mudas, que se conocen todas las historias que los demás ignoramos.

La mesa de las cenas, las fiestas y las mañanas después, el mantel que compré sembrado de manchas de vino indelebles, también la mesa donde quería sentarme a estudiar aunque no me quedaba tiempo, donde escribí algunas líneas que prefiero olvidar. Las sillas, modelos originales de diseño, piezas casi de museo.. y las lámparas, catalogadas. La casa llena, todas diferentes, todas especiales.

Mi cuarto. No, su cuarto. cada noche me preguntaba quién dormía allí. Dejé de soñar que viajaba, y volví a hacerlo la primera noche que pisé España de nuevo. He vuelto a los coches, los trenes, las estaciones y los aeropuertos, incluso las persecuciones. A veces busco algo, pero siempre me despierto sin haberlo encontrado. Un somier de futón, sin patas, y un colchón me hicieron soñar que había llegado a casa. La terracita a donde las visitas salían a fumar, incluso cuando nevaba y desde donde tomé tantas fotos al Volksbühne, el escenario del pueblo que es como un animal enorme y dormido. Qué apacible guarida.

La cocinita, todo minúsculo. Neverita rabiosa...algo tan pequeño y tan eficiente! La lavadora paseante (recuerdo aquel día que tuve que ponerla a funcionar con el diccionario en la mano, porque no era capaz de hacerme una idea de qué querrían decir esas palabras tan largas). El pequeño velador de mármol donde Inga y yo nos tomábamos cafés mientras ella lavaba la ropa y me contaba historias fantásticas de su vida. Cociné mucho (y bueno)...cuánto disfruté preparando cenas para Sladana, Vedran, Ola, Ben y tantos otros (Ole, Henrik, Javier, Guillaume, Shalini, Ambra, Mariana, Daniel...) recordé el placer de sentarme a ver cómo se cuecen las cosas, de cocinar para quien quiero y no para sobrevivir, también de cocinar con compañía, riéndonos Sladana y yo de las tonterías de la radio (era el año del Aserejé, y yo intentaba desmentir que fuera lo único que se escuchaba en mi país). También batí algún récord...cinco kilos de ensaladilla rusa, dos ollas de natillas, tortillas de patatas de ocho y diez huevos...la vista del teatro una vez más, el teatro mirando dentro de la casa y el vecino que tenía el poster de “Abierto hasta el amanecer”, de testigos de la escena, todos los cachivaches de los restaurantes del Mitte que debieron ser recolectados, regalados...todos distintos, en una casa única.